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viernes, 26 de octubre de 2012

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En un recién comenzado verano del primer lustro de los 80 y como en veranos anteriores, Gabriel y sus hermanos, lo pasaban jugando en la calle, en el aparcamiento que tenía el edificio donde vivían, en los solares aledaños o en el, abandonado hacía mucho, Hotel Terramar. El Hotel era todo un parque de atracciones con su gran césped donde jugar al fútbol, el edificio en ruinas donde se entraba en busca del fantasma, que decían que lo habitaba, y capturar ranas o bichas en su gran piscina y que ahora no era más que una charca.

Tras el almuerzo, el día que no iban a la playa, esperaban la fresquita, reposando la comida, viendo la serie que ponían en la sobremesa. En esos cálidos días se bajaba la persiana de la salita de manera que sólo dejara pasar algunos rayos de luz. Estos rayos iban recorriendo la estancia lentamente de un lado a otro y por la posición sabían cuando era el momento de bajar. Gabriel se percató que conforme pasaba el verano se notaba que no hacía el mismo recorrido, el haz de luz cada día.

No hacía mucho que tenían un televisor en color y ya en una esquina se veían los colores algo diferentes al resto de la pantalla. Había pasado poco más de un mes, que su hermano mayor había desmontado una radio antigua y cuando terminó de abrirla, la puso encima del televisor. Gabriel no salió de su asombro al ver como de un imán no sólo salía el sonido (que ya era una cosa sorprendente) sino que además la imagen se deformaba, le resultaba muy curioso que un imán sirviera para algo más que atraer hierro.